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ANACRÓNICOS PREJUICIOS Y ESTEREOTIPOS SEXISTAS: LAS MUJERES NO SON APTAS PARA LA GUERRA


Luis R. Delgado J.
Mayo 2016
Un lugar común construido durante milenios
El sometimiento de las mujeres a un papel secundario y poco valorado en las sociedades humanas no es una novedad histórica. Al parecer la fuerza física (bruta) de los hombres y el fenómeno de la maternidad, colocaron desde temprano a las mujeres en el espacio oculto doméstico, un espacio vital para la reproducción biológica y social de la especie, pero poco prestigioso en los imaginarios sociales construidos durante milenios.
Se desarrolló una marcada división sexual del trabajo, con una asignación diferencial de roles de acuerdo al género, que fueron separando cada vez más los ámbitos masculinos y femeninos. A partir de ahí las diversas formas como han devenido los Patriarcados, vienen construyendo ideologías y discursos legitimadores de la predominancia de los varones, estructuras simbólicas para la valoración grandilocuente de las actividades masculinas, en detrimento de las labores que cumplen las mujeres. En este orden, Amorós (1994) expresa lo siguiente:
… con respecto a la “división sexual” del trabajo, Claude Lévi-Strauss dice claramente que podría llamarse “prohibición de tareas”. Pues, en realidad, es una prohibición de tareas que los hombres les hacen a las mujeres, prohibición, precisamente, de participar en las tareas de mayor prestigio en esta sociedad: la guerra, la caza mayor, es decir, las actividades que se ritualizan, que se celebran (p. 31).
En  esta misma línea temática, el filósofo Carlos París (2000) hace mención a otra experiencia analizada por la etnología:
Un muy expresivo ejemplo nos lo proporciona el antropólogo Clastres al describir el mundo de los indios guayakis, en el cual las actividades masculinas y femeninas se encuentran rígidamente separadas. Y en esta separación surgen dos artefactos que son patrimonio y privilegio exclusivo de cada uno de los sexos: el arco propio de los varones, y la cesta de las mujeres. De modo tal que llegado a la virilidad, el muchacho se fabricará un arco, al par que la niña, al ingresar a la pubertad, se construirá una cesta. Y ambos objetos serán tabúes para el sexo contrario, ni una mujer podrá tocar un arco, ni un varón una cesta. No nos sorprendamos demasiado. ¿No se ha venido considerando en nuestra educación vergonzoso para un niño jugar con muñecas e impropio de una niña entretenerse con juguetes que representan armas? Es sólo un ejemplo límite, que nos muestra con la fuerza de una caricatura los extremos a que la convencional –e interesada- división de tareas, según la clase y el sexo, se liga a la fetichización de los artefactos, hasta erigirse en ridículo imperativo ético (p. 185).
 Aún cuando la antropología contemporánea viene demostrando, que ese esquema clásico hombres-cazadores y mujeres-recolectoras no aplica universalmente a todos los grupos humanos originarios (Harris, 2012), sin embargo, varias investigadoras (Amorós, 1994; Falcón, 1994; Vargas Arenas; 2007) coinciden, en que esta antigua división sexual del trabajo al ser generalizada, sino a todas, a la mayoría de las comunidades primigenias, fue la raíz de los diversos Patriarcados, o como plantea la teórica y dirigente española Lidia Falcón (op. cit.), el modo de producción doméstico, sistema social cuya unidad económica fundamental es la familia, donde las mujeres desarrollan las labores reproductivas, de crianza y de cuidado, participando a su vez en otras áreas productivas.
Foto: Consejo de Igualdad y Equidad de Género de la FANB
La cacería mayor permitió a los hombres otorgarse una serie de rasgos célebres y “superiores”, como la inteligencia, la fuerza, la valentía, la autonomía, la búsqueda de objetivos sublimes y trascendentes. Mientras a las mujeres, los hombres les otorgaron a la recolección y la maternidad valores subalternos, como la debilidad, el amor, la abnegación, la belleza, la sumisión, entre otros. Todo un imaginario social sesgado, teniendo en cuenta que el aporte de las mujeres para el mantenimiento y desarrollo de estas comunidades (alimentos, crianza, organización, entre otros) ha sido y es muy superior al de los hombres. 
Los hombres son seres del mundo, las mujeres son seres del hogar. Estas ideologías, construidas a partir de la valoración de la cacería, sin duda incidieron en la actividad guerrera. Estudios arqueológicos y antropológicos demuestran que los instrumentos de cacería constituyen a su vez armas para la guerra, para la “cacería” humana. Por lo tanto, la actividad guerrera ha sido desde hace miles de años una actividad predominantemente masculina. Sobre todo, a partir del surgimiento del Estado y las sociedades escindidas en clases, la guerra y el uso de las armas han sido patrimonio casi absoluto de los hombres. Se reparten los papeles, el hombre asume el protagonismo de la violencia y del enfrentamiento bélico, la mujer será el “reposo del guerrero”. Las armas fomentan la división de conductas, de actitudes y de valores entre los sexos (París, 2013: pp. 46-47).
Si bien hay razones biológicas como la complexión muscular (fuerza física) y la composición hormonal (alta concentración de testosterona-propensión a la violencia), no hay evidencia de un marcado dimorfismo sexual que explique el carácter exclusivo de la guerra como actividad de los varones. Realmente la causa es cultural e histórica, el enclaustramiento de las mujeres en el espacio doméstico-privado, para la ejecución de labores de crianza y cuidado, es la razón por la cual las mujeres han sido excluidas de las actividades guerreras, se trata de una forma de excluir a las mujeres de la disputa del poder.
Ese lugar común construido en el decurso histórico, acerca de los rasgos esenciales de feminidad, como son: la debilidad, el sentimentalismo, la belleza, la bondad, la ternura, la pasividad, en realidad constituyen una serie de prejuicios y estereotipos sexistas construidos por el orden Patriarcal.
Es oportuno y conveniente señalar en relación con los estereotipos, que los de género han servido para naturalizar la desigualdad y, una vez asentados en la subjetividad colectiva, han condicionado las formas cómo se comportan, se autoperciben y se perciben entre sí los hombres y las mujeres (Vargas Arenas, 2010: p. 35).
Tradiciones, religiones, filósofos, científicos, cargados de misoginia han configurado un discurso que justifica la exclusión de las mujeres de la actividad militar. Siendo el monopolio de la violencia un atributo del poder, obviamente los poderosos necesitan que los sometidos estén desarmados y desorganizados. De no ser así, las insurrecciones fuesen más sencillas y continuas.

La revolución tecnológica-militar desmonta varios mitos
La modernidad se desarrolla en parte, gracias a una revolución tecnológica que marcó de forma profunda el mundo militar, el surgimiento de las armas de fuego (Kurz, 2005). Este instrumental bélico que extendió el alcance letal, permitió destrozar el potencial destructivo de las caballerías medievales con sus armaduras y sus armas blancas, y fue desplazando progresivamente hasta llegar al siglo XX al combate cuerpo a cuerpo (París, 2013).
Esta revolución polemotecnológica (Paris, 2000 y 2013), permitió el desplazamiento progresivo de la nobleza feudal y el surgimiento de los ejércitos modernos, fuerzas armadas profesionalizadas y permanentes, con capacidades de reclutamiento y adiestramiento de masas en poco tiempo. La guerra empieza a transformarse en un fenómeno industrial y científico.
Ahora bien, para el tema que nos atañe, esta mutación técnica y tecnológica tiene consecuencias directas. En la era de los combates cuerpo a cuerpo, de las armas blancas, la argumentación Patriarcal de la necesaria fuerza física y habilidad del guerrero tenía un asidero real. Ciertamente en enfrentamientos de este tipo, las mujeres pudiesen encontrarse en desventaja relativa.
Sin embargo, Bebel (1979) citando fuentes antiguas greco-romanas, informa que mujeres de pueblos “bárbaros” europeos, como escitas, germanos, ibéricos y escoceses participaban en las acciones bélicas. De igual forma, las investigadoras venezolanas María del Mar Álvarez (2010) e Iraida Vargas Arenas (2010), reconocen la participación de las mujeres indígenas en las acciones de resistencia armada a la conquista colonial europea, los nombres de Orocomay, Anapuya y Apacuana son relevantes en este orden. Al respecto, Vargas Arenas (op. cit.), explica lo siguiente:
Tanto las mujeres como los hombres indígenas manejaban los arcos y flechas, siendo en ocasiones las flecheras más diestras que los flecheros, como señalan fuentes escritas de la época. Las mujeres así mismo participaban en los preparativos para las batallas, como también asistían a los combates, igualando y, a veces, superando a los hombres en belicosidad (p. 49).
Pero sin duda, es con el desarrollo de las armas de fuego, que se masifica aun más el fenómeno de la guerra. El surgimiento de las armas de fuego automáticas, de repetición, ha permitido incluso en el último siglo, el reclutamiento de niños y niñas, como lamentablemente muestran varios conflictos en la actualidad… la superación de la fuerza física en nombre de nuevas cualidades ha abierto a las mujeres un lugar en los ejércitos (París, 2013: p. 61).
Esta nueva situación tecnológica, sumada al desarrollo de la democracia y el republicanismo, ha permitido a las mujeres una participación creciente en los escenarios bélicos, ya no sólo como objetos, sino también como sujetos protagónicos.

La experiencia histórica demuestra las capacidades de combate de las mujeres
Ahora bien, más allá de los argumentos planteados hasta el momento, la historiografía ha demostrado con diversas investigaciones, la participación protagónica de las mujeres en diversos conflictos bélicos suscitados tanto en el mundo como en Venezuela. Ya hicimos mención, de evidencias de la presencia de mujeres indígenas en las luchas de resistencia contra el invasor ibérico.
Por otro lado, diversos trabajos como los de Alcibíades (2013), Álvarez (2010), Añazco (2006), Gamboa Cáceres (2010), Rojo (2003) y Vargas Arenas (2007 y 2010), han dado cuenta de la contribución de las mujeres a la Guerra de Independencia. Muchas se enrolaron en los ejércitos para asumir labores de cuidado, bien sea en la cocina o atención de heridos como enfermeras, muchas se comprometieron en acciones de espionaje, informantes, incluso como combatientes, como organizadoras conspirativas. Varias combatieron disfrazadas de hombres y fueron parte de los grupos de avanzadoras que enfrentaron fusil y machete en mano a las fuerzas realistas. Es decir, las mujeres hicieron parte tanto de acciones de vanguardia como de retaguardia.
De las mujeres criollas se han destacado los nombres de Josefa Camejo, Ana María Campos, Concepción Mariño, Luisa Cáceres de Arismendi, Dominga Ortiz de Páez, Leonor Guerra, Manuela Sáenz, Teresa Heredia, María del Carmen Ramírez, Paula Correa, Cecilia Mujica, Consuelo Fernández, María de la Concepción Perera, entre otras, sin embargo, los nombres de las mujeres negras, pardas e indias nos son desconocidos, fueron parte de la gesta pero su contribución fue escamoteada por una historiografía clasista, Juana Ramírez es la mujer más emblemática de esta estirpe.
De igual forma, las mujeres latinoamericanas fueron partícipes de diversas luchas revolucionarias en el siglo XX por la segunda y definitiva independencia. Por ejemplo, textos como los realizados por Estrada (2005), Portuondo López (2004), March (2011), Puebla (2003), y Santamaría (2005), muestran el rol jugado por las mujeres cubanas en la lucha popular, en las labores clandestinas, en la lucha urbana y en la guerrilla rural. Diversas mujeres donde destacaron Celia Sánchez, Isabel Rielo, Teté Puebla, Haydée Santamaría, Lilia Rielo, Edemis Tamayo, Lola Feria, Eddy Suñol, Aleida March, Vilma Espin, entre otras, la mayoría agrupadas en el Pelotón Femenino Mariana Grajales, mostraron las capacidades de las combatientes en acciones guerrilleras. De igual forma, Tamara Bunke (Tania la Guerrillera), es una figura icónica de las luchas armadas libradas en el continente durante la década del 60 por la construcción del socialismo, son expresiones individuales de la participación de un colectivo históricamente excluido de este tipo de actividades.
En Venezuela, esta lucha también se desarrolló en aquellos años, con la participación de diversas guerrilleras, entre las que destacaron Argelia Laya y María León, como nos han mostrado los trabajos de Cadenas (1998) y Fréitez (2012). Decenas de mujeres de las distintas organizaciones de izquierda, esencialmente del PCV y el MIR, se incorporaron a la lucha político-militar en diversas áreas, algunas como parte de los aparatos logísticos, otras en las estructuras de inteligencia-espionaje, otras más en los aparatos armados tales como las Unidades Tácticas de Combate (en las ciudades) y las Guerrillas (en el campo). Resaltan los nombres de varias de las mujeres que se incorporaron activamente a la lucha, entre las que destacan: Doris Francia, Epifanía Sánchez (la Negra Aurora), Guillermina Torrealba, Zaida Salomé Ávila, Nancy Zambrano, Adina Bastidas, Emperatriz Pirela, Aura Gamboa, Nelly Pérez, Luisa Mota, Ketty Mejías, Norma Montés, Guiomar Yépez, Olivia Olivo, entre otras. Algunas murieron como Livia Gouverneur, Dora Mercedes González y Lídice Álvarez, muchas otras fueron presas y torturadas.
En otro orden, Lorena Peña (2009) nos informa de la relevancia de las mujeres en la guerra revolucionaria tanto en la Nicaragua sandinista (FSLN) como en El Salvador (FMLN), algunas llegaron gracias a sus destrezas en el combate y en la conducción de tropa, a los más altos rangos. En el caso del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, además de Lorena Peña, destacadísima cuadro político-militar, resaltan los nombres de Nidia Díaz, Gladis Melara, Mercedes Letona, Marisol Galindo, Ana Guadalupe Martínez, Virginia Peña, entre otras, las cuales alcanzaron el grado de Comandante.
Por otro lado, Rovira (2007), nos explica la importancia de las mujeres en la organización y desarrollo del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). La emergencia de mujeres indígenas, ocupando diversas responsabilidades y tareas en el seno de una organización guerrillera de nuevo tipo en el interior de la región de Chiapas, México. Algunas de estas representantes de los pueblos originarios, alcanzan el grado de comandantas como son los casos de Ramona, Trini, Andrea, Susana, Leticia, Hortensia, María Lucía, entre otras.
Lo cierto es que en América Latina y el Caribe, las mujeres han participado en calidad de combatientes y comandantas en todo el conjunto de organizaciones revolucionarias político-militares, que signaron la segunda mitad del siglo XX. En el caso colombiano, basta revisar los medios de comunicación para observar la destacada labor de las mujeres en movimientos como las FARC-EP o el ELN.
Pero las mujeres no solo han hecho parte de conflictos asimétricos e irregulares (la Guerra Popular en China o la Guerra todo el Pueblo en Vietnam), en las grandes guerras del siglo XX, miles de mujeres combatieron al lado de los hombres, ciertamente en número minoritario y con muchos obstáculos, pero no dejaron de participar.
Durante la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial, las mujeres no sólo sufrieron los rigores de la guerra, sino que en algunos casos pelearon de forma destacada. Es memorable la presencia de mujeres en las filas del Ejército Rojo, heroínas como las francotiradoras Lyudmila Pavlichenko y Roza Šánina, o aviadoras cazas como Natalia Meklin, Katia Budánova, Lídiya Litviak, Marina Raskova, Maria Ivànovna Dólina. Miles de mujeres, trascendieron las tradicionales labores de cuidado, y se enrolaron a la lucha.
Es así como queda claro por la experiencia histórica, que las mujeres pueden participar en igualdad de condiciones que los hombres en los conflictos bélicos, pueden ser combatientes y comandantas. Muchas Fuerzas Armadas en el mundo vienen teniendo claro esto, por lo cual la incorporación de las mujeres a las instituciones castrenses es creciente, pese a la prevalencia de prejuicios Patriarcales, androcéntricos y misóginos.

¿Participar en la guerra es algo deseable?
Una vez dejado claro que las mujeres pueden desarrollar las destrezas necesarias para participar en acciones de guerra, es menester, revisar los debates que en torno de este tema se dan en el seno del feminismo. En este escenario, prevalece el siguiente dilema feminista, ¿Cuál es la igualdad deseada entre hombres y mujeres?, ¿una igualdad en el marco de una sociedad donde prevalecen lógicas clasistas y Patriarcales, o la igualdad en una sociedad estructuralmente distinta, despatriarcalizada?
Alonso (2010), explica que desde su origen el movimiento feminista ha sido parte del movimiento pacifista. Un rasgo de esta tradición política, es militar por la Paz, denunciar los conflictos bélicos, rechazar las guerras. Por lo tanto para buena parte de las feministas, lo ideal no es que las mujeres se enrolen en las fuerzas armadas y participen en combate, lo ideal es construir un mundo sin guerras, un planeta donde la seguridad de las personas sea más importante que la seguridad de los Estados (Reardon, 2010). 
En este orden de ideas, Falcón (2000) advierte que uno de los nuevos mitos del feminismo, sobre todo en su vertiente de la igualdad, es pensar que la participación de las mujeres en espacios tradicionalmente masculinos, es condición suficiente para la liberación plena de las mujeres. Esta autora, señala que ministras, juezas, militares u otras funcionarias, sino tienen conciencia de su condición de mujeres, perfectamente pueden ser reproductoras del orden androcéntrico, del modo de producción doméstico. Además, que la nueva sociedad debe implicar nuevas instituciones y no la replicación de las ya existentes.
Para Reardon (2010), la guerra es parte fundamental del sistema de violencia de género que permite la imposición y mantenimiento del orden Patriarcal de género global; por lo tanto, los conflictos bélicos son indeseables.
Queda abierto el debate…

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